Coraza, capítulo 4

lunes, 7 de septiembre de 2009

Al otro día, todo fue normal. De nuevo despertarme sola en esa cama enorme. Siempre tengo frío, aunque me abrigue. La pieza también es enorme sin él.

Creo que los chicos no se dieron cuenta. A veces les grito y no me dicen nada, ni me miran. Saben que mamá tiene sus días… y que no son como los días de otras madres. Cada tanto Martín se queda a dormir de un compañerito, cuando no aguanto más. Lo extraño, pero no quiero dejarle una cicatriz. Ojalá pudiera hacer lo mismo con las nenas.

Lo llevé al colegio, antes de ir a trabajar. Todavía extraña a su papá, pero se las arregla para hacer de cuenta que todo está bien. Para eso tiene a una excelente maestra en casa.

Las gemelas se quedaron en casa de mamá. Son tan lindas… Tan nenas, y tan grandes, al mismo tiempo… a veces lloran antes que yo, se dan cuenta de todo. Solamente por eso tengo que actuar mejor. A veces me pregunto si realmente me quito la armadura cuando salgo del laboratorio, o si la llevo pegada todo el día. Les estoy quitando la niñez; hay algo que no les estoy dando, porque yo no me lo permito. ¿Cómo puedo hacerlas felices, si yo no lo soy?

A la mañana mamá no se dio cuenta, pero me dijo algo cuando volví del trabajo y las fui a buscar. Le dije que sí, sin escucharla de verdad. Con ellos no hace falta actuar.

Los tres me hicieron renegar a la hora de la comida. Almorzamos milanesas de pollo, que son las favoritas de Martín. En un momento estuve a punto de explotar. Me salvó la televisión. Duele pagar el cable, pero es la única forma de tener canales que se pueden ver. De otra manera, sería una maratón de homicidios, accidentes, violaciones y atentados. La televisión es un desastre. Te mata el alma, te quita la esperanza. Ya tengo bastante con mi propia vida.

Las horas pasaron rápido. De pronto me di cuenta de que estaba en casa de mamá, arrastrándolos como siempre. A papá le encanta que se los lleve, porque a él le cuesta caminar hasta mi casa. Es lo único bueno de mi mentira. Pasan más tiempo con sus abuelos.

Supuestamente vuelvo a casa para ir a mi segundo trabajo. Supuestamente la herencia de Oscar no me alcanza para mantener a la familia; supuestamente trabajo cuatro horas, a la tarde, en el centro. Supuestamente soy otra madre viuda, como muchas otras que hay por ahí dando vueltas, tratando de soportar el dolor de la pérdida.

Entré al laboratorio, vi la armadura, y supe que ya no podía más. Ahora entiendo por qué Oscar pasaba días enteros sin hablarme. El peso era demasiado grande, incluso para un hombre como él.

En el noticiero dijeron que una de las chicas murió. La otra se salvó de milagro. Durante toda su vida, se preguntará “¿pude haber hecho algo para evitarlo?”

Y lo peor de todo es que no será la única persona en hacerse esa pregunta.

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